Juan Ignacio Vidarte es uno de nuestros mejores embajadores. Director general del Museo Guggenheim Bilbao hasta el 1 de abril de 2025, atiende a BAO antes de dejar este cargo después de 28 intensos y maravillosos años repletos de arte y miles de experiencias. Tras la sesión de fotografías, en la que muestra desde el principio una exquisita amabilidad y educación, le entrevistamos en la sala del Consejo del edificio azul del museo. Es realizarle una pregunta y recibir una exposición precisa sobre cada cuestión.
¿Cuál es el origen de toda esta historia tan apasionante del museo? Usted estuvo en el inicio de esta película.
Para mí es un privilegio. Es como una oportunidad que me ha dado la vida de formar parte de un proyecto como este desde que no era más que una idea muy borrosa. El origen específico del proyecto está a principios del año 1991, cuando yo estaba en la Diputación de Bizkaia como director de Política Fiscal y Financiera, con Juan Luis Laskurain como diputado de Hacienda. Nos llegó a través del diputado general, José Alberto Pradera, una petición para que atendiéramos a una persona, Alfonso de Otazu, que iba a venir a contarnos una idea de la que tenía conocimiento. La Fundación Guggenheim de Nueva York estaba en proceso de transformación y desarrollo, y estaba viendo opciones para reforzar su presencia internacional, específicamente en Europa. Nos preguntó por qué no valorábamos la posibilidad de que Bilbao propusiera su candidatura. Ese fue el origen. Nos acercamos a la Fundación, a la persona de su director, Thomas Krens, para plantearle esa probabilidad, que en aquel momento parecía muy remota. Ahí empezó todo.
La sociedad vasca no estaba en su mejor momento. Hubo un resquemor inicial en un contexto sociológico y económico duro.
Era un momento muy complicado desde el punto de vista de la situación económica, política, social…; con una profunda crisis económica. Se estaban empezando a barajar opciones de futuro, valorando qué había que hacer para que el futuro de Bilbao no fuera de declive. En aquel contexto, surge esta idea de la importancia de reforzar la centralidad cultural de la ciudad como parte de ese proceso de transformación más amplio. Esta idea sonaba muy bien, aunque también muy utópica, muy difícil. En 1991, solo hacía tres años del traumático cierre de Euskalduna. Había todavía una presencia muy activa de ETA, una situación de muchísimas muertes, de crisis económica, con el declive de sectores muy importantes en la economía de aquí: en la industria naval, en la industria siderúrgica… La tasa de paro de aquella época en Euskadi era de en torno al 25 por ciento, pero en la margen izquierda era de más del 40. Era una situación muy grave y con pocas expectativas de futuro.
Por todo esto que explica, parecía imposible que el Guggenheim llegara hasta aquí, pero se decide que recale en Bilbao en esa época tan convulsa.
Por eso parecía que era una quimera. Esa situación tan complicada hacía que los resortes de supervivencia de la sociedad estuvieran muy activados. Este fue un proyecto muy coral desde el principio. Desde el punto de vista de la respuesta institucional, hubo una coordinación entre las administraciones implicadas, muy conscientes de que en una situación tan grave se requería tomar decisiones que comportaban un riesgo en un contexto de escepticismo y oposición. Hubo capacidad de liderazgo para afrontar esas críticas con el convencimiento de que era un proyecto que podía tener ese potencial transformador. No era solo crear un museo, sino que ese museo podía jugar un papel fundamental en el proceso de transformación de toda una ciudad.
¿Fueron complicadas las negociaciones?
Hubo que hacer converger dos visiones inicialmente muy alejadas y contrapuestas: la de las instituciones públicas de un país como es este, frente a la visión de una privada con sede en Nueva York. No podían ser actores más distintos, pero no fueron complicadas porque por ambas partes hubo una voluntad de entender lo que la otra parte ponía encima de la mesa. A medida que se fue avanzando en ese proceso de discusión y conversación, había más puntos en común que diferencias. Era un proyecto de máxima ambición que tuviera un impacto mundial.
Fueron unos visionarios en aquel momento. Aquello era algo muy rompedor. Un edificio tan exclusivo. ¿Se imaginaba que el Museo Guggenheim Bilbao iba a ser lo que es y ha sido?
No me lo imaginaba visualmente. Creía firmemente en que este proyecto, si iba adelante, podía tener una capacidad de transformación como la que ha tenido. Es uno de los pocos proyectos, quizás el único, en el que, antes de ponerse en marcha, se hizo un estudio de viabilidad que codirigí y en el que se analizaban todos estos factores: el de arquitectura, diseño, la audiencia potencial, qué tipo de funcionamiento iba a tener, cuáles iban a ser los impactos que se preveían desde el punto de vista económico, urbanístico, de proyección de imagen…; todo eso está escrito y publicado. Entonces, había muchísimo escepticismo porque la cultura y la economía son como ámbitos distintos… La única diferencia que ha habido entre lo que se escribió en el año 1991 y lo que podemos constatar hoy es la magnitud, porque nos quedamos muy cortos. A pesar de que ese estudio, cuando se publicó, también fue criticado porque era demasiado optimista. Planteaba que el museo tenía que aspirar a generar un nivel de visitantes de 450 a 500 mil al año, de los cuales la mitad procedieran de fuera de España. El año pasado, hemos tenido 1 324 000 visitantes, de los cuales el 70 por ciento son extranjeros. A lo que aspiraba el museo, se ha hecho más rápido y con mayor profundidad.
¿Cómo explica este poder transformador que ha tenido el arte?
Espero que el efecto que tenga en el futuro vaya a ser mayor. El museo tiene muy buena salud. Hay un efecto, más a largo plazo y menos perceptible, pero creo que es de más profundidad y calado, que es el que tiene desde el punto de vista educativo. Hay mucha gente que ha nacido con este museo, no es un proyecto que de repente ha ocurrido, sino que forma parte de su paisaje, de su educación, de su vida cotidiana. El museo seguirá trayendo a Bilbao lo mejor del arte moderno y contemporáneo a la puerta de casa.
¿Cómo ha sido su perfil como gestor? ¿Cómo lo ha modelado?
Es usted consciente de que es imagen de Bilbao. Supongo que en parte lo hago no siendo consciente de eso porque generaría una presión muy difícil de soportar [ríe]. No solo mi papel, sino en general del museo, es el de ser como un embajador y una carta de presentación en el mundo. Es un proyecto coral en su origen y en su desarrollo, que tiene una dimensión internacional. Esa alianza que tenemos con otras instituciones Guggenheim, la “constelación Guggenheim”, —el de Nueva York, el de Venecia y, en el próximo futuro, el de Abu Dabi—, nos da unas posibilidades de proyección desde nuestras propias señas de identidad. Lo que intentamos en el museo es que se dirija a una audiencia universal. Debemos tener un enfoque didáctico en lo que hacemos para que la visita al museo sea igualmente enriquecedora para personas con diferentes perfiles, niveles de interés o conocimientos. Cada uno va a encontrar algo diferente. Tenemos el edificio, que nos da una posibilidad fundamental no solo porque sea nuestra tarjeta de presentación visual en el mundo, sino que además nos proporciona unos espacios que hacen posible que intentemos que genere experiencias únicas en el visitante, que ver una obra de arte aquí sea diferente a verla en otro lugar del mundo, y eso es algo por lo que hemos apostado. La prioridad número uno fue que el proyecto había que desarrollarlo con unos niveles de ambición y calidad, pero en el tiempo y con el presupuesto que teníamos. El modelo operativo se sustenta en la generación de recursos, que es muy equilibrada. Una tercera parte proviene de aportaciones públicas, pero dos terceras de la gestión del propio museo, a través de las aportaciones privadas o de los ingresos que genera el visitante. Tenemos unos niveles de autofinanciación de más del 70 por ciento, que hacen que el museo tenga esos recursos que necesita para desarrollar una promoción del nivel de ambición que queremos. Todo eso forma parte de nuestro ADN y hemos dado siempre una importancia muy especial a la gestión del museo y al equipo. Soy su cabeza visible, pero el equipo del museo lo tiene metido en su ADN.
¿Cree que el museo está a veces por encima de lo que contiene dentro?
Este proyecto está basado en una idea de la innovación disruptiva, de una creación de algo diferente que, además, rompe un poco el paradigma. Ha sido así desde el punto de vista de la transformación de Bilbao y de la propia concepción del museo. En ese sentido, ideas como el papel transformador que puede tener la cultura hace 30 años se consideraban como un anatema; ideas como el papel que los museos estaban llamados a jugar en este siglo… Es un papel distinto del que han jugado en otros porque, además de ser instituciones dedicadas a la preservación, a la colección, a la conservación y a la exposición de sus propias colecciones, se han podido transformar en espacios de interacción social, de educación, de ocio, de entretenimiento, de imaginación… Es una idea que empieza a estar mucho más asumida. Lo que nos ha dado el edificio de Gehry, aparte de esta tarjeta de identidad visual, son unos espacios que ofrecen a sus visitantes una experiencia única de relación con la obra que se presenta.
¿Cuáles son sus criterios museísticos?
El museo tiene unas señas de identidad, cuya colección empieza en la segunda mitad del siglo XX y llega hasta nuestros días. Nuestra visión es que el museo tiene que acercar momentos fundamentales en la historia del arte del siglo XX y del siglo XXI e intentar tener una programación que sea de ambición, de calidad, dinámica… Por eso tiene, a lo largo del año, nueve o diez exposiciones que hacen que, una vez cada cinco o seis semanas, un visitante se encuentre con algo diferente. Hay un conjunto de directrices, de fundamentos, y con ellos intentamos programar de acuerdo también con los presupuestos que tenemos y con la realidad del museo, que tiene cierto carácter de estacionalidad.
Ha habido exposiciones de todo tipo, como el “El arte de la motocicleta”. Han pasado artistas de los diferentes movimientos, hasta Armani.
Cada una de esas exposiciones obedece a un razonamiento. La exposición de motos la planteamos en realidad sobre el siglo XX. Pensamos que una manera de reflejarlo era a través de la evolución de un elemento que entendíamos que había sido clave para la cultura de ese siglo. En el caso de Armani, quisimos romper un tabú, romper una lanza y abrir una puerta, en el sentido de incorporar en la programación del museo otras disciplinas creativas. Elegimos la moda y la figura de Armani porque entendíamos que confluían varios factores. Encargamos el diseño de la puesta en escena a una figura clave como es Robert Wilson. Fue otro hito de nuestra programación.
Algo muy de actualidad. ¿Por qué el proyecto de Urdaibai?
Es un proyecto de expansión del museo que vimos como importante para el futuro cuando, en 2008, hicimos una reflexión de cara a los siguientes 10 o 15 años. Está ahí desde entonces, pensando en aquel momento en el año 2020. En su condición actual, el museo iba a seguir siendo un espacio vigente. La gente iba a seguir queriendo ver esa función tradicional. Sin embargo, vimos entonces que era un museo realizado a finales del siglo XX, que no estaba en las mejores condiciones para acoger otro tipo de disciplinas o de manifestaciones artísticas en las que los artistas estaban entrando ya entonces. Un aspecto que no fue tenido en cuenta era la cuestión de la sostenibilidad y la responsabilidad del museo en esos ámbitos, así que era un buen momento para abordarla. La mejor manera de hacer la ampliación no era hacer una al uso, contigua a los espacios del museo, sino pensar en que fuera algo no tan cuantitativo como añadir metros, sino fundamentalmente cualitativo, que aportara unos metros cuadrados diferentes que complementaran la experiencia de Bilbao y que nos permitiera entrar en ese mundo, en ese ámbito de la relación entre el arte y la naturaleza, el arte y la sostenibilidad, los procesos creativos, las disciplinas que están en el ámbito más liminal, más intersticial, entre lo que es la obra de arte acabada y lo que son otro tipo de disciplinas artísticas de diseño, de ciencia, de tecnología… Pensamos entonces en esa opción del Museo de Urdaibai, pero es un proyecto que todavía no tiene el nivel de apoyo suficiente y, por lo tanto, está encima de la mesa.
¿Por qué ha decidido acabar esta etapa? ¿Qué consejo le da a su sucesora? [La pregunta se realiza antes del nombramiento de Miren Arzalluz, que le sucederá en abril de 2025.]
Ha llegado el momento. El corazón me pedía seguir porque es una parte muy importante de mi vida y me siento muy bien aquí. No obstante, de la misma manera que fue poner en marcha el equipo y el proyecto hace 32 años, también es mi responsabilidad garantizar que haya una transición hacia la siguiente etapa. El museo se encuentra en una situación de gran salud, de máximos históricos y esto puede facilitar estos procesos de transición, que la persona que venga no tenga muchas apreturas y sí la suficiente tranquilidad para llegar y hacerse cargo de la institución. Mi consejo sería que fuera fiel al ADN y señas de identidad de este museo, que en ese sentido fuera intransigente.
¿Qué le gustaría exponer que no se haya hecho?
Lo hemos tenido hace dos años, pero siempre he dicho que me hubiera gustado hacer en el museo una extraordinaria exposición de Picasso donde el Guernica estuviera presente. Una parte de esa asignatura la cubrimos con la ocasión del cincuentenario de su fallecimiento, con la exposición de Picasso escultor.